Los años del Papa León XIV en el Perú: de los barrios de Chiclayo al trono de San Pedro

El nuevo papa acompañó a víctimas del terrorismo, defendió los derechos humanos y caminó junto al pueblo en las calles del norte peruano

Antes de ser León XIV, fue simplemente «monseñor Prevost», el obispo que caminaba por los barrios de Chiclayo sin guardaespaldas, que conocía a los vecinos por su nombre y que visitaba a las víctimas del terror con una palabra de consuelo. Su elección como nuevo papa de la Iglesia Católica no solo conmueve a Perú por su pasado misionero, sino por su testimonio durante uno de los períodos más violentos de la historia reciente del país. Llegó en los años ochenta, cuando Sendero Luminoso sembraba muerte y miedo, y el Estado respondía muchas veces con represión. Prevost eligió quedarse.

«En los momentos más difíciles, caminó junto a los humildes, no se escondió», recuerdan desde la diócesis de Chiclayo. Durante su servicio pastoral, se enfrentó a las estructuras de poder que pretendían silenciar las denuncias de abusos y atropellos. No temió enfrentarse a la figura de Alberto Fujimori, el entonces presidente que había instaurado un régimen autoritario y perseguidor. León XIV sostuvo públicamente a víctimas, exigió justicia y se alineó con los sectores eclesiales que denunciaban las violaciones a los derechos humanos.

El papa agustino, primero de su orden en ocupar el trono de Pedro, tiene grabadas las cicatrices del pueblo peruano. Aprendió su idioma, abrazó su cultura y se empapó de su historia. «El Perú lo forjó», han dicho algunos. En esos años de plomo, mientras muchos callaban, Prevost daba testimonio de fe y compromiso social, incluso a riesgo de su vida. Su figura fue clave en comunidades desplazadas, en la recuperación de la esperanza y en el acompañamiento espiritual y humano.

Hoy, esa historia toma nueva dimensión desde Roma. Para muchos peruanos, y para buena parte de América Latina, León XIV no es solo un líder religioso: es un símbolo de cercanía, de valentía y de opción preferencial por los últimos. Su elección despierta un recuerdo potente de un tiempo de lucha y fe. Y también, una esperanza: que ese compromiso se multiplique desde la cúpula misma de la Iglesia.

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